La conozco, la he sentido aunque ahora me quede lejos. Calma me daban las horas vacías por delante que se llenaban de nombres y lugares a mi antojo. Calma me daba no tener que contar hasta diez antes de hablar. Calma me daba no correr tras un tren porque realmente cinco o diez minutos no son nada. Calma me daba comprarme una piruleta cada día al volver a casa. Calma me daba estar sola.
Ahora corro tras los trenes, subo escaleras deprisa, caigo rendida a medianoche, tengo siempre un lápiz en la mano, declino invitaciones, contesto "no puedo", pasan semanas sin ver a mi gente y hablo, escribo, hablo, escribo, hablo ... ¡me pierdo!
El atardecer suelo contemplarlo desde el otro lado del cristal, como si se tratara de una enorme tele de plasma, cada día, a su hora.
Supongo que, una vez más, valoramos lo que teníamos cuando no lo tenemos. Revisamos exigencias para exigirnos aún más. Erramos.