jueves, 16 de diciembre de 2010

Hacía frío. Llevaba tiempo repitiendo aquel camino. Agotada. Lo hacía de forma autómata, sin ni siquiera ser consciente del color rojo o verde de los semáforos. Las luces de Navidad llamaron su atención tan solo una vez, la primera. Luego pasaron a formar parte del decorado monótono de su trayectoria. Irremediable. Entre semana había más caminantes. Llegó a odiar esos días en los que te ves obligado a llevar el paso del de delante. Le gustaba caminar rapidito, con o sin tacones, pero rapidito. (En un intento fracasado de huida de su destino). Los fines de semana apenas se cruzaba con algún barrendero por la mañana o con algún mendigo por la noche. Ya no pensaba. Simplemente, iba y volvía. Transitaba las calles de Madrid sin pensar, desoyendo voces, ignorando latigazos verbales. Sus pensamientos quedaron encerrados en el mismo lugar donde encerró su niñez, sus coloretes y el brillo de sus ojos, su sonrisa y sus manos blanditas, inmaculadas. Rutina aplastante. Alguien le aconsejó que no pensara, que ejecutara sin más las peticiones de quien le pagaba lo suficiente como para subsistir pero que se cuidara, que utilizara siempre profilácticos. ¿Cuidarse? Si entre las "peticiones" estaba follar sin condón, accedía.

En Madrid, la Navidad arrojaba a las calles manadas de personas que compraban compulsivamente y comían calamares entre mechones de pelucones horribles. Su transitar discurría ahora bajo luces de mil colores.

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